Comentario
Madrid fue durante la segunda parte del siglo el principal centro pictórico de la Península, donde se gestó el nuevo lenguaje expresivo, dinámico, colorista y de extraordinaria eficacia plástica, que ayudó a sostener la apariencia del esplendor de la monarquía. Un estilo en el que se renovaron las formas devocionales atendiendo a las exigencias de una Iglesia triunfante, que sustituyó el cotidiano fervor del naturalismo inmediato por el mundo de la gloria prometida, plasmada en luminosos escenarios celestiales poblados de ángeles.Sevilla sufrió en esta etapa la ruina económica que antes ya había alcanzado a otras zonas españolas, pero sin embargo continuó siendo el más importante foco artístico andaluz gracias a su prestigio anterior y a la extraordinaria calidad del arte de Murillo. El es quien mejor representa el nuevo lenguaje de la fe, a cuyo servicio puso su particular sensibilidad inclinada a valores dulces y amables. Con una facilidad portentosa creó una pintura serena y apacible, como su propio carácter, en la que priman el equilibrio compositivo y expresivo, y la delicadeza y el candor de sus modelos, nunca conmovidos por sentimientos extremos. Colorista excelente y buen dibujante, concibe sus cuadros con un fino sentido de la belleza y con armoniosa mesura, lejos del dinamismo de Rubens o de la teatralidad italiana, rechazando la retórica afectada para preferir un espiritual sosiego, apenas alterado por las apoteosis celestiales con las que continúa el tradicional interés sevillano por los rompimientos de gloria.Fue sin duda uno de los mejores intérpretes del sentir católico de su tiempo, pero además adivinó en la temática y en la concepción formal de algunos de sus cuadros el rumbo del gusto estético del siglo XVIII. Esta cualidad de su arte contribuyó a la fama de la que disfrutó en Europa a lo largo de dicha centuria, aunque ya antes de 1700 su estilo era apreciado en diversos países debido a la intensa actividad comercial del puerto sevillano, que facilitó que en vida, o poco después de su muerte, existieran obras suyas en Amberes, Rotterdam y Londres. Prueba de este reconocimiento es la cita que de él hace Sandrat, en 1675, en su libro dedicado a pintores ilustres (Teutsche Academie, Nuremberg, 1675), siendo Murillo el único español junto a Ribera que figura en él. Aunque el éxito le acompañó a lo largo de su vida y fue el primer pintor sevillano de su época, sus cuadros no entraron en las colecciones reales hasta principios del XVIII, cuando la corte se trasladó a Sevilla durante unos años y la reina Isabel de Farnesio compró numerosas obras suyas, la mayoría de las cuales se encuentran en el Museo del Prado.La coincidencia de la gracia y delicadeza de su estilo con el arte dieciochesco impulsó su estimación en Europa durante esta centuria, incrementándose su renombre en el XIX merced al gran número de sus obras que salieron de España como consecuencia de la invasión napoleónica. Sin embargo, en torno a 1900 empezó a perder el favor del público y de la crítica. El cansancio que generó la excesiva repetición de sus cuadros en grabados y estampas, el laicismo creciente de la sociedad y el cambio de gusto estético, ajeno a la concepción sentimental de su pintura, produjo un rechazo hacia su obra, a la que se le negó sus evidentes méritos. Afortunadamente en los últimos tiempos, y gracias sobre todo a los rigurosos estudios que se le han dedicado, su arte está empezando a ocupar el puesto que le corresponde en la historia de la pintura, sin duda el de uno de los mejores pintores religiosos del Barroco, cuya personalidad sólo es superada en España por Velázquez.